miércoles, 26 de noviembre de 2014

jueves, 9 de octubre de 2014

Políticas TIC en los sistemas educativos en América Latina

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MIRADAS SOBRE EDUCACIÓN IBEROAMERICANA

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viernes, 5 de septiembre de 2014

Durkheim, juicios de valor y juicios de realidad

Juicios de valor y juicios de realidad (fragmento)

 
Por otra parte, si el valor de las cosas se midiera verdaderamente según el grado de su utilidad social (o individual), el sistema de los valores humanos debería ser revisado y cambiada de arriba abajo, pues el lugar que en él tienen los valores de lujo sería, desde ese punto de vista, incomprensible e injustificable.
Por definición, en efecto, todo aquello que es superfluo o es inútil, o es, al menos, menos útil que cuanto es necesario. Lo supernumerario puede faltar sin afectar gravemente el desenvolvimiento de las funciones vitales. En una palabra: los valores de lujo son dispendiosos por naturaleza, es decir, cuestan más que los beneficios que aportan.
Se explica, pues, que se encuentren doctrinarios que miren tales valores de lujo con mirada desafiante y que se esfuercen por reducirlos a una porción congrua.
Pero no se trata, en verdad, que tales valores tengan un precio más elevado a la vista de los hombres.
Así, el arte todo es cosa de lujo; la actividad estética no se subordina a ningún fin utilitario, sino que se manifiesta por el solo placer de la expresión misma, del mismo modo que la especulación pura, es decir, el pensamiento libre de todo propósito mercenario, desenvolviéndose por el placer de desarrollarse. ¿Quién puede discutir, no obstante, que la humanidad ha colocado en todos los tiempos los valores artísticos y especulativos por encima de los valores económicos?
Tal como la vida intelectual, la vida moral tiene también su estética, que le es propia.
En efecto, las virtudes más altas consisten en el cumplimiento regular y estricto de los actos más inmediatamente necesarios para el buen orden social, sino que están formadas por movimientos libres y espontáneos, sacrificios que nadie exige y que, en ocasiones, son aun contrarios a los preceptos de una prudente economía.
Así, hay virtudes que son locuras, y es precisamente esa locura lo que hace su grandeza.
Spencer ha podido demostrar que la filantropía es a menudo contraria al interés bien entendido de la sociedad; pero su demostración no impedirá a los hombres seguir colocando bien alto en su estimación la virtud que él condena.
La misma vida económica no se ciñe estrictamente a la regla de la economía. Si bien las cosas de lujo son aquellas que cuestan más caras, no ocurre así tan sólo porque, como sucede en general, sean las más raras, ni impide que cosas comunes sean las más estimadas.
Es que la vida, tal como la han concebido los hombres de todos los tiempos, no consiste simplemente en establecer el presupuesto del organismo individual o social, con el objeto de responder con el menor gasto posible a las excitaciones llegadas de afuera, o sea, proporcionar adecuadamente los recursos para las reparaciones necesarias. Vivir es ante todo influir, influir sin límites, por el placer de influir. Y si ciertamente la vida no ha de ir, en ciertos casos, más allá de la economía, es entonces menester acumular para poder gastar y, en tales casos, son los gastos el fin de todo, es decir, que la administración es la acción.
(Traducción de José María Bolaño (hijo). Revisión a cargo de José Luis Monereo Pérez)
Esta joya sonora fue un hallazgo de Marion Fourcade difundida después en el blog de Kieran Healy.

Durkheim, en su propia voz



http://cdn.sociologiac.net/2014/08/durkheim-jugements-de-valeur-1913.mp3


"El 27 de mayo de 1913, Monsieur Durkheim, profesor de filosofía en la Sorbona pronunció un fragmento de una conferencia dictada en Bolonia: Los juicios de valor". Con esta anotación inicia la ficha descriptiva que acompaña uno de los pocos registros sonoros en el que de viva voz se escucha al padre de la sociología dictar un brevísimo fragmento de la conferencia Juicios de valor y juicios de realidad.
Emile Durkheim - Juicios de valor
Ficha documento sonoro Emile Durkheim
La grabación, resguardada por la Biblioteca nacional de Francia, apenas cuenta con una duración de dos minutos treinta y siete segundos aunque, por supuesto, su valor documental resulta bastante significativo viniendo de uno de los intelectuales que cambiaron sistemáticamente la forma de pensar la cuestión social.
A continuación se reproduce la versión castellana del fragmento sonoro de Juicios de valor extraída del libro Sociología y filosofía (Editorial Comares, 2006).




miércoles, 27 de agosto de 2014

”Soy lo que ves y no es”. Adolescentes y jóvenes que no estudian ni trabajan en América Latina | SITEAL

”Soy lo que ves y no es”. Adolescentes y jóvenes que no estudian ni trabajan en América Latina | SITEAL

La expansión educativa en el nivel primario: tensiones entre educación inclusiva y segmentación social | SITEAL

La expansión educativa en el nivel primario: tensiones entre educación inclusiva y segmentación social | SITEAL

La expansión educativa en el nivel medio. América Latina, 2000 - 2010 | SITEAL

La expansión educativa en el nivel medio. América Latina, 2000 - 2010 | SITEAL

Adolescentes y jóvenes que no estudian ni trabajan. El trabajo de cuidado como obstáculo a la escolarización y el desarrollo laboral de las mujeres | SITEAL

Adolescentes y jóvenes que no estudian ni trabajan. El trabajo de cuidado como obstáculo a la escolarización y el desarrollo laboral de las mujeres | SITEAL

miércoles, 20 de agosto de 2014

Acceso, permanencia y equidad | SITEAL

Acceso, permanencia y equidad | SITEAL

Educación y trabajo urbano | SITEAL

Educación y trabajo urbano | SITEAL

Diálogo con Margarita Poggi | SITEAL

Diálogo con Margarita Poggi | SITEAL

Diálogo con Sergio Balardini. Viejas y nuevas formas de ser joven. | SITEAL

Diálogo con Sergio Balardini. Viejas y nuevas formas de ser joven. | SITEAL

Dialogo con Guillermo Scherping. Formación, evaluación y desarrollo profesional de los docentes: ejes clave de las políticas educativas latinoamericanas | SITEAL

Dialogo con Guillermo Scherping. Formación, evaluación y desarrollo profesional de los docentes: ejes clave de las políticas educativas latinoamericanas | SITEAL

Diálogo con Ernesto Rodríguez. Políticas públicas de juventud: hacia el reconocimiento de los jóvenes como actores estratégicos del desarrollo | SITEAL

Diálogo con Ernesto Rodríguez. Políticas públicas de juventud: hacia el reconocimiento de los jóvenes como actores estratégicos del desarrollo | SITEAL

viernes, 15 de agosto de 2014

¿MUTACIONES INSTITUCIONALES Y/O NEOLIBERALISMO?[1]
François Dubet

Durante los años setenta, para la mayoría de los investigadores, el conjunto de los problemas escolares parecía deberse a  una causa única y más o menos oculta: la dominación de clase de las sociedades capitalistas. Esto no era completamente falso, pero nos ha conducido también a algunas aberraciones tales como la identificación de la cultura escolar con la cultura burguesa, por ejemplo, y a una cierta impotencia, puesto que nada podría cambiarse de la escuela sin cambiar todo en la sociedad. Hoy, si no se toman recaudos, la crítica radical al neoliberalismo puede conducirnos hacia los mismos impasses. Sin dudas el mundo actual está sometido a una ofensiva liberal, pero ella no podría tomarse como la causa única de los problemas actuales de la escuela. En primer lugar, porque esta ofensiva no es la misma en todo el mundo y sobre todo porque la escuela está confrontada con mutaciones y pruebas de naturaleza extremadamente diferentes y sólo algunas de ellas se deben a las políticas neoliberales, mientras que otras se inscriben en una mutación mucho más larga y profunda de la misma institución escolar.
También tenemos interés en no confundir todo y en no colocar todo bajo el reino de un “principio del mal” único, no sólo por razones intelectuales, sino también por razones prácticas y políticas que nos invitan a dominar el cambio más que a resistirse a él de un modo “encantado”. Para recurrir a una vieja imagen extraída de la historia del movimiento obrero, es preciso luchar contra los daños del maquinismo y no contra las máquinas. Es preciso saber qué escuela construir y no defender una escuela idealizada cuyas taras y debilidades habían sido demostradas por la vieja crítica de los años sesenta-setenta. Es por esta razón que yo situaría los problemas engendrados por el neoliberalismo en una evolución más profunda, la que se relaciona con la declinación de una forma escolar canónica de socialización definida como un programa institucional. Aun cuando el mundo es cada vez más abierto no es sin embargo tan homogéneo, y mi exposición se apoyará en primer lugar en el caso francés y europeo y le ruego a mi auditorio perdonar este “localismo” que es, sobre todo, el efecto de mi ignorancia.

1. El programa institucional[2]
La tesis es la siguiente: la ampliación de la empresa de la escuela en la formación de los individuos, la modernidad del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX, asumió una forma escolar y un modelo de socialización que yo caracterizo como un programa institucional. La palabra ‘programa’ debe ser entendida en su sentido informático, el de una estructura estable de la información pero cuyos contenidos pueden variar de manera infinita. Este programa es ampliamente independiente de su contenido cultural y puede ser definido por  cuatro grandes características independientes de las ideologías escolares que se transmiten. De este modo, las escuelas religiosas, las escuelas republicanas francesas o chilenas, como la escuela soviética, han compartido el mismo programa.
1. Valores y principios “fuera del mundo”. Como bien lo mostró Durkheim, la escuela fue “inventada por las sociedades dotadas de una historicidad, es decir, las sociedades capaces de producirse y de transformarse a sí mismas desarrollando un modelo cultural ideal susceptible de sustraer a los niños de la evidencia exclusiva de las cosas, las tradiciones y las costumbres. En este sentido, la escuela siempre está ubicada bajo la empresa de un modelo cultural “fuera del mundo”, como una ciudad ideal. Es evidente que es la Iglesia la madre de este programa en la medida en que ella quiso fabricar cristianos alejados de la cultura profana, banal y utilitaria de las sociedades. Las escuelas republicanas, laicas y nacionales, nacidas entre el siglo XIX y el siglo XX, por lo general combatieron a las escuelas religiosas, pero también ellas se ubicaron en el reino de los principios sagrados, lo que no es lo mismo que religiosos. Lo sagrado era la nación nueva donde construir la ciencia y la razón, y estas escuelas han querido formar ciudadanos de la misma manera que las escuelas religiosas querían formar cristianos. Las escuelas surgidas de los regímenes revolucionarios dedicadas a formar un “hombre nuevo” se han situado en el mismo programa.
Para decirlo de una manera más abstracta, el programa institucional primero fue definido por un conjunto de principios y valores concebidos como sagrados, homogéneos fuera del mundo y que no debían ser justificados. La fe, al igual que la razón, no se discuten en la escuela ubicada bajo el reino de una trascendencia que la sustrae al régimen exclusivo de la utilidad social de los diplomas y del desarrollo económico. La escuela republicana francesa quiso formar ciudadanos, como la escuela chilena quiso formar ciudadanos chilenos, como la escuela americana quiso formar individuos americanos... Que esta escuela moderna haya servido al desarrollo del capitalismo no nos lleva a considerarla como una herramienta al servicio del capitalismo y de la industrialización, mientras que la escuela soviética probablemente haya encarnado la institución más fuertemente sometida al reino de los valores definidos como indiscutibles y “sagrados”.
2. La Vocación. Desde el momento en que el proyecto escolar es concebido como trascendente, los profesionales de la educación deben ser definidos por su vocación más que por su oficio. Aquí también es preciso seguir la comparación con el catolicismo, en el cual el sacerdote es concebido como un mediador entre dios y los hombres, como el que encarna la presencia divina entre los hombres en la medida en que él tiene fe. Si el cura cree, los fieles creerán en su creencia. Lo mismo sucede con el maestro de escuela, que primero debe creer en los valores de la ciencia, de la cultura, de la razón, de la nación, a fin de que los alumnos crean en sus creencias y en sus valores. Durante mucho tiempo la formación de los maestros consistió en confiar más en la fuerza de sus virtudes y de sus convicciones que en la de sus talentos pedagógicos. La vocación reposa sobre un modelo pedagógico implícito, bien iluminado por personalidades intelectuales tan diferentes como Bourdieu, Durkheim, Freud y Parsons: el alumno accede a los valores de la escuela al identificarse con los maestros que encarnan estos valores.
Al definirse por su vocación, el maestro participa de una legitimidad que Weber habría calificado como carismática, ya que su autoridad está basada en principios y valores sagrados. Es preciso respetar al maestro no en tanto que individuo singular, sino en tanto representante de principios superiores. Durante largo tiempo, los profesores y maestros de escuela han sido provistos de una autoridad y de un prestigio que no justificaban ni su cultura ni sus ingresos, sino que se desprendían directamente de la confianza y la creencia en los valores de los que la escuela era portadora.
3. La escuela es un santuario. En la medida en que la escuela se identifica con principios situados “fuera del mundo” y en que sus profesionales sólo rinden cuentas a la institución, ésta debe protegerse de los “desórdenes y pasiones del mundo”. Los programas escolares son antes que nada “escolares” y generalmente los conocimientos más teóricos y abstractos y más “gratuitos” son los más valorizados, mientras que los saberes más inmediatos y socialmente útiles se reservan para los alumnos menos “dotados” y socialmente más desfavorecidos. Los padres son invitados a confiar sus hijos a la escuela sin mezclarse en la vida escolar con el fin de preservar la igualdad de los alumnos.
Durante largo tiempo, en la escuela se separaron los sexos desde el momento del fin de la infancia, y la cultura juvenil no tenía lugar en la institución. Los uniformes acentuaban la ruptura entre el santuario escolar y la sociedad y la mayoría de las escuelas secundarias eran internados. Al igual que en las órdenes Regulares, la disciplina escolar era autónoma y “racional”, con un sistema de castigos y recompensas distintas de las costumbres sociales; la disciplina escolar sólo remite a sí misma.
Durante largo tiempo el modelo republicano francés afirmó el santuario escolar rechazando la presencia de los padres, de los empresarios y de los actores de la sociedad civil. Pero sobre todo, este modelo construyó una ficción pedagógica según la cual la escuela se dirigía más a los alumnos, a sujetos de conocimiento, de saber y de razón y no a niños y adolescentes, sujetos singulares portadores de “pasiones” y particularismos sociales. Antes que nada, la escuela debía instruir, la educación le correspondía a las familias. Sin embargo, es preciso subrayar que este modelo del santuario escolar tuvo, durante largo tiempo, un alto precio: la exclusión precoz de los alumnos que no aceptaban las reglas y los determinismos escolares en razón de sus talentos o de su nacimiento. El santuario sólo se dirigía a los “creyentes”, a los “herederos” y a los “becarios” particularmente dispuestos a creer. Es por esta razón que la masificación escolar hará explotar al modelo del santuario.
4. La socialización también es una subjetivación. El programa institucional se basa en una creencia fundamental: la socialización, es decir, el sometimiento a una disciplina escolar racional, engendra la autonomía y la libertad de los sujetos. “Rezad y (abêtissez-vouz) y embruteceos, la fe vendrá por añadidura” decía Pascal en el siglo XVII. Cuanto más se someten los alumnos a una disciplina racional y a una cultura universal, más desarrollan su autonomía y su espíritu crítico al interiorizar los principios fundamentales de la fe, de la cultura y de la ciencia. De este modo, durante mucho tiempo el programa institucional ha sido percibido como liberador cuando se basaba en un sistema de creencias y disciplinas. Esta convicción sustenta que el sometimiento de los alumnos a los valores y las reglas del santuario escolar es absolutamente fundamental, ya que está en el corazón de una creencia pedagógica milenaria y paradójica, según la cual la libertad nace del sometimiento a una figura de lo universal. La escuela ha tenido éxito desde el momento en que los alumnos han adquirido un espíritu crítico a condición de que la crítica de las rutinas escolares sea realizada en nombre de los valores fundamentales de la escuela, como bien lo puso en evidencia Bourdieu. Es esta confianza en la socialización liberadora lo que me separa de los análisis foucaultianos de las instituciones, pues yo no creo que estemos en presencia de una simple astucia del poder, sino más bien de un modo histórico de formación del sujeto a través de un “programa” cuya forma ha permanecido estable durante mucho tiempo
Es preciso subrayar algunas ventajas de este modelo. Podemos distinguir tres. La primera es que basa la autoridad de los docentes en valores y principios indiscutibles: de este modo, el maestro dispone de una autoridad que es la de la misma institución. La segunda ventaja se relaciona con el hecho de que la escuela es un santuario, ella posee la capacidad de externalizar sus problemas considerando que la causa de sus dificultades viene de su medio ambiente: desigualdades sociales, fallas de las familias, políticas públicas, capitalismo... La crítica no se orienta hacia la escuela, sino hacia a la sociedad que impide que su funcionamiento se desarrolle plenamente. Tercera ventaja: en la medida en que se apoya en las vocaciones y en los principios compartidos, la institución escolar puede ser una organización relativamente simple, basada en un orden mecánico más que en un orden orgánico, como lo sugería Bernstein. Todas estas virtudes, hoy amenazadas, no deben hacernos olvidar la cara oscura de las instituciones: el peso de las disciplinas, la autoridad y sus abusos, el encierro detrás de las puertas cerradas de los santuarios, el silencio y diversas violencias, incluidas las físicas, padecidas por los alumnos. Hace menos de quince años, los sociólogos y los intelectuales se inclinaban más a criticar a las instituciones que a defenderlas contra las amenazas exteriores, siguiendo así las lecciones de Goffman y de Foucault.

II. La declinación del programa institucional
Antes de preguntarnos por las causas de esta declinación y sobre los problemas que ella plantea, es importante aprehender la envergadura de este cambio. En lo esencial, puede considerarse que la modernidad, ya sea republicana, democrática o revolucionaria, se apropió del programa institucional para convertirlo en la herramienta de sus propios principios.
Pero puede considerarse que desde hace unos treinta años, en Francia y en la mayoría de los países europeos de tradición católica, en todos los casos, esta modernidad se ha vuelto contradictoria con el propio programa institucional. La modernidad ha introducido un virus en las instituciones que las descompone poco a poco.
1. El «desencantamiento del mundo». La institución reposa en una concepción vertical y trascendente de la producción del sentido y del lazo social mediante la religión y lo sagrado laico. Pero las instituciones laicas han abandonado las referencias religiosas mediante la ruptura entre lo privado y lo público, pero sin abandonar la idea de que la vida pública está dirigida por principios trascendentales y que se imponen de un modo vertical: la nación, la Razón, la ciencia.... Más allá del repliegue de lo religioso, que varía fuertemente según las sociedades, el desencantamiento del mundo significa principalmente que esta fabricación del sentido y de los valores mediante una trascendencia postulada ha declinado en beneficio de construcciones locales de valores y acuerdos sociales y políticos. En este sentido, las sociedades modernas, en la medida en que son más democráticas e individua-listas, menos postulan un universo de sentido común que los programas institucionales tienen vocación de socializar. La profecía weberiana acerca de los conflictos de valor y la guerra de los dioses se ha cumplido ampliamente. No es que las sociedades modernas no tengan valores, sino que el fenómeno nuevo y fundamental es el hecho de que estos valores aparecen como mutuamente contradictorios. Por ejemplo, durante mucho tiempo se pensó que la masificación escolar y la democratización eran equivalentes; ahora bien, toda la experiencia reciente muestra que los dos fenómenos están lejos de ser idénticos. De la misma manera, la defensa de la gran cultura y las exigencias de la vida económica y, más ampliamente, de la vida en sociedad, no son equivalentes. En Francia, ya casi nadie puede pensar que la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad se refuerzan mutuamente. En consecuencia, en la mayoría de los países, la cuestión de las finalidades de la escuela se plantea como un problema que debe ser zanjado en el debate político ya que no están prescritas “naturalmente” por los valores de la institución.
Hay un hecho más importante todavía: la legitimidad de la cultura escolar ya no se impone con la misma fuerza en las sociedades donde la cultura de masas, se la juzgue como se la juzgue, debilita el monopolio cultural de la escuela. Hace cincuenta años, para los niños de las clases populares, la cultura escolar era la única que permitía ampliar su horizonte para liberarlos de las rutinas y los encierros de su clase social, de su aldea y de su ciudad. Hoy en día, estos niños escapan directamente de los límites de su propio mundo social gracias a los medios masivos de comunicación. Por supuesto que siempre se podrá condenar la vulgaridad y las tonterías de los medios, pero esto no impide reconocer que ofrecen una verdadera alternativa cultural a la escuela en la medida en que también ofrecen un modo de entrada en un mundo ampliado. La escuela se encuentra entonces en competencia con culturas cuyas capacidades de seducción sobre los niños y adolescentes no son despreciables, y desde hace treinta años los docentes se preguntan cómo domesticar esta cultura que se basa en la rapidez, el zapping y la seducción, principios que contradicen el rigor de los ejercicios escolares.
2. La profesión reemplaza a la vocación. Cuanto más los valores que sustentan a la institución son percibidos como inciertos y contradictorios, menos puede la autoridad basarse en esos valores. A partir de allí, el modelo de la vocación declina. Se espera menos que los docentes encarnen principios fundamentales a que demuestren sus competencias y su eficacia profesional. Más exactamente, la vocación cambia de naturaleza, ella ya no consiste en identificarse con valores fundamentales de un modo “clerical”, sino en realizarse a sí mismo subjetivamente mediante su competencia profesional según el ethos protestante del trabajo. En todas partes, el trabajo docente se volvió más profesional con el alargamiento de la formación pedagógica, el desarrollo del trabajo en equipo, la afirmación de una expertise y de una ciencia pedagógica a través de la didáctica. La escuela deja de ser un orden regular, aun cuando fuera laico, para convertirse en una burocracia profesional.
Este cambio de naturaleza de la vocación implica un desplazamiento de la legitimidad profesional Ya no es suficiente “creer”, es preciso demostrar que se es eficaz y todas las escuelas han conocido fenómenos comparables de extensión de la organización y de división del trabajo. Los especialistas se han multiplicado, los sistemas de evaluación también, ya que es preciso demostrar a las autoridades responsables y a los usuarios que los métodos elegidos son eficaces. Esta evolución se manifiesta en todos los países y no se la podría reducir en forma exclusiva al liberalismo; ella procede también de la laicalización de las instituciones y de la obligación de rendir cuentas a las que se las somete.
3. El fin del santuario. A partir de la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los países industriales ha emprendido una profunda masificación escolar ampliando considerablemente el acceso a la enseñanza secundaria superior. En Francia y los Estados Unidos, a los 20 años de edad, la mitad de los jóvenes todavía está escolarizada. Este cambio cuantitativo ha erosionado progresivamente los muros de los santuarios escolares porque todos estos nuevos alumnos, que no son ni los herederos, ni los “buenos alumnos” de antaño, han acarreado con ellos los problemas de la adolescencia y los problemas sociales de los que hasta entonces la escuela estaba ampliamente protegida. Ni la pobreza ni el desempleo son nuevos, pero su entrada en la escuela por intermedio de los alumnos es una novedad que ha desestabilizado profundamente la vida de las aulas y los establecimientos.
Al mismo tiempo, la producción masiva de diplomas ha cambiado la naturaleza de los “mercados escolares”, los cuales se han vuelto más abiertos y competitivos. Cuando los sistemas escolares producen muchos diplomas, éstos se vuelven indispensables para entrar en la vida activa y los actores necesariamente desarrollan conductas más utilitarias que las que tenían en un período donde la escasez de los diplomas garantizaba su utilidad. Aun en los sistemas de enseñanza públicos, como el de Francia, las formaciones, las orientaciones y los establecimientos entran en juegos de competencia y los gobiernos deben administrar políticas escolares cada vez más complejas desde el momento en que la formación es considerada como una inversión por los Estados, las empresas y los individuos.
Esas instituciones, que antes eran organismos relativamente simples, ya que se descontaba que todos los individuos compartían los modelos y las creencias, hoy son progresivamente reemplazadas por organizaciones cada vez más complejas, cada vez más administradas. Y en casi todos los países su “monitoreo” plantea problemas crecientes, ya que el centralismo y la uniformidad ya no pueden asegurar la regulación de los sistemas.
4. La autonomía del individuo. La creencia fundamental de las instituciones en la disciplina liberadora se ha des-moronado progresivamente con la emergencia de sujetos que, según se postula, preexisten al trabajo de socialización institucional. La escuela republicana ya no sólo recibe alumnos, sino también niños y adolescentes que deben construirse de un modo autónomo y “auténtico” como sujetos de su propia educación. En todas partes la pedagogía del proyecto y del contrato sustituye insensiblemente a las viejas disciplinas de la memorización y la repetición. En un país republicano, jacobino y universalista como lo fue la Francia republicana, se ve surgir el problema de las diferencias entre culturas, religiones, géneros y, de manera paradójica, se espera que la escuela de masas tome en cuenta la singularidad de los individuos.
Al fin de cuentas, el viejo modelo de formación ha sido ampliamente desestabilizado y la relación pedagógica se transforma en un problema porque los marcos ya no son tan estables y porque un gran número de alumnos y estudiantes ya no son, a priori, “creyentes”. Las “órdenes regulares” se transforman en “órdenes seculares” y el trabajo de los docentes y los alumnos es mucho más incierto y difícil. En todas partes los maestros deben construir las reglas de vida y las motivaciones de los alumnos. En todas partes, y de un modo creciente, deben comprometer su personalidad en la medida en que el cumplimiento de roles profesionales ya no es suficiente para ejercer su oficio. El proceso es paralelo para los alumnos que deben motivarse e interesarse más de lo que era necesario en el marco institucional. Y como la masificación no ha cumplido sus promesas de igualdad, como la utilidad de los estudios puede verse amenazada por la inflación de los diplomas, los roles escolares ya no son suficientes para sostener la institución. Los profesores y sus alumnos están implicados en experiencias múltiples y muy alejadas del imaginario construido por el programa institucional en el transcurso de los siglos pasados.

III. ¿Neoliberalismo o cambio endógeno?
1. Un sentimiento de crisis. Esta larga evolución hoy es vivida ampliamente como una crisis por los actores de la escuela, y sobre todo por los docentes. La legitimidad de la escuela y de su cultura se ha derrumbado porque la escuela perdió el carácter sagrado para convertirse en un servicio cuya utilidad se discute en detalle y se mide progresivamente mediante estudios y encuestas nacionales e internacionales. La autoridad escolar choca con problemas nuevos debidos a la “novedad” de ciertos públicos escolares y de la distancia creciente entre la cultura de masas basada en la rapidez, la satisfacción inmediata y el derecho a la autenticidad y la cultura escolar que demanda trabajo, esfuerzo y postergación de resultados y beneficios culturales y sociales. Los docentes a menudo se perciben como empleados a quienes se les quita progresivamente el apoyo de la sociedad. El mismo trabajo se vuelve cada vez más difícil y estresante porque los alumnos ya no son conquistados dado que la escuela no puede desprenderse de los estudiantes que le causan problemas con la misma facilidad con que lo hacían en los tiempos de las instituciones. La empresa de la organización crece y los docentes tienen la impresión de convertirse en piezas de una máquina ciega que los ignora. Todo esto engendra un sentimiento de nostalgia por la escuela del pasado, cuyos defectos son paulatinamente olvidados.
No obstante, en un país como Francia se impone progresivamente entre los docentes la idea de que las dificultades de la escuela provienen de una suerte de “complot” o de proyecto ultraliberal. ¿Cómo se impone esta creencia? Ella consiste en englobar a la educación en el vasto movimiento de mundialización y de este modo asimilar la escuela a la industria, por ejemplo. El hecho de que algunos organismos internacionales demanden una liberalización de la oferta escolar es suficiente como prueba. Esta creencia también se basa en el hecho de que la vieja alianza entre la escuela y la sociedad se ha vuelto más frágil y que, como los efectos desastrosos de las mutaciones económicas se deben a la globalización liberal, se hace creíble pensar que la escuela se ve afectada por el mismo movimiento. Por último, parece que esta creencia reconforta las nostalgias institucionales pues, en este esquema explicativo, la escuela sigue siendo un santuario víctima de su ambiente y de fuerzas hostiles, mientras que sus virtudes permanecen intactas. En el programa institucional, el mal siempre viene de afuera. Por otra parte, la crítica antiultra-liberal jamás se asoció a una crítica endógena de la escuela. En la mayoría de los casos se propone defender a la escuela tal cual es ya que todas sus debilidades y defectos tendrían causas externas.
Evidentemente, habrá que admitir que las mutaciones y las crisis generadas por la globalización liberal no pueden dejar de tener efectos sobre la escuela; no es culpa de la escuela si hay desempleo, no es su culpa si la pobreza se instala en una parte de la población y si la cultura canalizada por los medios de comunicación a menudo parece embrutecedora. Pero estamos obligados a constatar que no en todos los países del mundo se obtienen los mismos resultados escolares y la misma equidad, sin que se siga pensando que los más “liberales” son los que obtienen los resultados menos buenos.[3] Los diversos trabajos acerca del efecto establecimiento reafirman estos resultados internacionales: a igualdad de condiciones, ciertos establecimientos son más eficaces y equitativos que otros.
Aun si pudiera atribuírsele un rol a las políticas ultra liberales, parece difícil ver en ellas la causa única, última y siempre activa de las transformaciones de la escuela que los docentes viven tan cruelmente. Sería más razonable considerar que esta crítica generalizada es la expresión de una crisis profesional y simbólica aguda, tanto más aguda que incluso es probable que la escuela y la modernización con la que se la identificó durante mucho tiempo sean el origen de sus dificultades actuales.
2. Un cambio endógeno. Si uno da crédito a los análisis más clásicos del desencantamiento del mundo, que no son de ayer, la declinación de lo sagrado que fundaba la legitimidad última del programa institucional no es un invento del liberalismo contemporáneo. Esta declinación de lo sagrado no podía sobrevivir frente al fortalecimiento de la crítica y de la autonomía individual que también participaban plenamente del proyecto mismo de la modernidad. ¿Cómo sostener lo sagrado cuando al mismo tiempo se admitía que la realización y la libertad de los individuos para construir la vida que les parece buena constituyen una de las fuerzas motrices de la modernidad, sobre todo cuando la misma escuela se constituyó en agente de esos valores? Hay algo de ingenuo en querer, al mismo tiempo, la autonomía y la libertad de las personas fuera de la escuela y el mantenimiento de lo sagrado únicamente en la escuela. El programa institucional se quedó sin uno de sus fundamentos más sólidos justamente porque el proyecto cultural de la escuela moderna y republicana triunfó ampliamente.
Toda la sociología de la educación de los últimos treinta años nos enseña que las desigualdades sociales siempre juegan un rol determinante en la formación de las desigualdades escolares, pero ella nos enseña también que la escuela misma, mediante sus métodos, sus modos de agrupar a los alumnos, sus maneras de orientarlos y de seleccionarlos juega en este campo un rol no despreciable.

IV. ¿Más allá de un modelo liberal?
1. El neoliberalismo no es una causa, sino una “solución”. El liberalismo no es la causa de las transformaciones de la escuela, pero corre el riesgo de convertirse en una respuesta a los problemas del presente. Cuando un sistema ya no puede ser regulado por la oferta encarnada en el programa institucional, porque vio desaparecer sus fundamentos, es tentador introducir una regulación mediante la demanda y esto es lo que puede calificarse como una respuesta liberal.
En primer lugar es preciso observar que esta solución funciona ampliamente en los hechos. Todos los sistemas escolares tienen una parte de enseñanza privada, aun cuando su financiamiento en gran parte sea público, como en todos los países de Europa. Más aún, las estrategias de elección de los usuarios funcionan también en la enseñanza pública. Esto crea una gran injusticia, ya que una parte de la población privatiza su acceso a la escuela, mientras que los menos favorecidos siguen sometidos a una obligación escolar. La injusticia es doble ya que la oferta de mejor calidad se reserva a los más afortunados, pero sobre todo a los mejor informados, a aquellos que conocen el rol de la escuela y su funcionamiento.
No se puede pedir eternamente a las familias que participen en la escolaridad de sus hijos y al mismo tiempo negarles la capacidad de elegir la escuela que les conviene más. Por esta razón las respuestas liberales se instalan con tanta facilidad. ¿Cómo mantener un principio de no elección escolar en una sociedad donde se permite que los individuos elijan sus estilos de vida, su religión, sus gustos y hasta su sexualidad? ¿Cómo evitar la diversificación de la oferta escolar cuando cada uno reivindica el derecho a que se le re c o n o z c a su propia identidad? Y sin embargo los riesgos de este modelo de gestión utilitarista son importantes para la colectividad: desigualdades sociales, comunitarismo, pérdida de unidad de la cultura escolar, selección precoz... Por lo tanto, es preciso rechazar esta vía. Pero como el liberalismo no es tanto un proyecto sino una respuesta basada en las elecciones utilitarias de los individuos, ya no sólo se trata de estar simple y solamente en contra, sino que es preciso estar en condiciones de refundar un proyecto escolar que vaya más allá del debilitado programa institucional actualmente vigente. Sin embargo, este no es el camino que re c o rre la crítica anti-sistema. En efecto, se ha creado una suerte de conservadurismo radical que consiste en criticar el sistema pero rechazando al mismo tiempo cualquier cambio, aun local, con el pretexto de no abrir la vía al ciclón liberal.
2. ¿Qué es lo que está en juego?[4] La declinación del programa institucional no puede pues desembocar en una simple resistencia de la escuela. Más exactamente, si se quiere defender a la escuela y sus valores de igualdad, liberación, cultura e integración social contra la amenaza de un utilitarismo generalizado, es preciso estar en condiciones de proponer una alternativa, la de una escuela más justa, más eficaz y más respetuosa de los individuos. Con este propósito pueden distinguirse dos tipos de cuestiones: aquéllas que son internas a la escuela y aquéllas que están en su exterior y definen sus relaciones con el ambiente social. Estas cuestiones se proponen aquí a modo de ilustración en la medida en que dependen estrechamente de contextos políticos nacionales.
a) En el caso de Francia parecen dibujarse tres cuestiones internas a la escuela.
Autonomía de los actores y control central: el rol de la evaluación. En la escuela de masas y en una sociedad compleja y diversificada, el modelo institucional de una escuela centralizada, homogénea, organizada por un conjunto de normas precisas que van del centro a la periferia, ya no es posible, salvo que se convierta a este marco en un decorado simbólico de la unidad nacional. Por lo tanto, es preciso que los actores de base, los establecimientos, dispongan de un margen de autonomía y posean la capacidad de adaptarse a las necesidades y demandas de sus alumnos. Dicho de otro modo, sabemos que los sistemas más equitativos y los más eficaces son aquellos que asocian la autonomía de los establecimientos con una fuerte capacidad de gestión, de control y de monitoreo desde un “centro”.[5] La gestión burocrática del programa institucional debe ser reemplazada por un sistema de evaluación y de corrección continua de las políticas y de las prácticas en función de los resultados. En este caso, la cuestión central se convierte en el control y la naturaleza de esta evaluación con el fin de evitar que el respeto de los instrumentos de medición se convierta en el objetivo de la educación. En este campo habría que proponer dos principios. En primer lugar, la evaluación de los logros de los sistemas y de los establecimientos deberían comprometer a los profesionales, a los usuarios y a los expertos. Luego, los criterios de evaluación deberían ser múltiples y contradictorios entre sí y no podrían reducirse únicamente a la medición de los aprendizajes y conocimientos ya que el bienestar de los alumnos y sus competencias sociales deberían ser criterios igualmente importantes de evaluación en una escuela democrática.
La cuestión de la cultura común es esencial ya que la escuela sigue siendo una herramienta de integración social capaz de darle a todos los niños las competencias y los conocimientos a los que tienen derecho, a fin de convertirse en ciudadanos activos e individuos autónomos. Esta cultura común no solamente debe ser redefinida en un gran número de sociedades afectadas por mutaciones culturales, económicas y sociales considerables, sino que, sobre todo, debe seguir siendo un objetivo fundamental de la escuela en un momento en el que la preocupación por la formación de las élites y la presión por adaptar las formaciones a las necesidades de la economía amenazan con alejarnos de esta ambición.
Fuera del programa institucional, el oficio del docente cambia profundamente de naturaleza y en muchos casos estos cambios son percibidos como una caída, como el compromiso con una actividad cada vez más pesada y al mismo tiempo menos reconocida. En Francia, por ejemplo, muchos docentes sienten que tienen que asumir una actividad para la cual no han sido formados y en la que son mal pagados. En la medida en que, a corto plazo, no podremos cambiar a los alumnos, ni a sus familias ni al ambiente cultural y social, es preciso tener la capacidad necesaria para redefinir el oficio docente y hacer que éste se presente como más fácil y deseable. También es importante considerar a los docentes como profesionales que deben ser ayudados y apoyados en un oficio que ya no está protegido por los marcos institucionales y sagrados de la institución.
b) Las cuestiones externas son las importantes pues tienen que ver con las propias finalidades de la escuela y su lugar en la sociedad.
¿A quién pertenece la escuela? Cuando la legitimidad de la escuela ya no es “sagrada”, tiene que ser democrática. Esto plantea un interrogante bien simple: ¿a quién le pertenece la escuela? Ella no puede pertenecer a los grupos privados de interés, ni a los usuarios, ni a los profesionales de la educación, ni a las fundaciones. Aun cuando la gestión pueda delegarse, la escuela, antes que nada y nos guste o no, pertenece a la nación y a sus representantes democráticamente elegidos. Lo cual no quiere decir que la escuela sea un asunto exclusivo de los funcionarios, sino que las reglas de funcionamiento, los objetivos perseguidos, la definición de los programas, la formación de los docentes y lo esencial del financiamiento le competen al poder político. Además, la legitimidad democrática de la institución no sólo concierne al centro o a la cúspide del sistema. Ella exige que cada establecimiento también se construya como un espacio más o menos democrático en el cual los padres, los alumnos y los docentes compartan una civilidad común, un conjunto de derechos y deberes. Lo que la respuesta liberal tiene como inaceptable es que estos bienes de libertad están muy desigualmente repartidos según las categorías sociales, que la libertad es un privilegio de los privilegiados, mientras que los más desposeídos están condenados a tomar la escuela tal como es.
¿Cuáles son las desigualdades justas? El gran modelo de la justicia escolar es el de la igualdad de oportunidades y este ideal sigue siendo de gran actualidad en los países donde muchos niños todavía no tienen escuela. Sobre todo, el principio de igualdad de oportunidades supone que la oferta escolar sea relativamente homogénea a fin de que la escuela no trate mejor a aquellos que ya tienen más recursos y capitales, como es frecuentemente el caso, incluso en aquellos países que, en el marco formal de una igualdad de oportunidades, garantizan la gratuidad escolar y las ayudas específicas a los menos favorecidos. Pero aun en este contexto, y suponiendo su realización plena, la escuela sigue produciendo desigualdades ante las cuales uno puede preguntarse hasta qué punto son justas. Por lo tanto, es importante definir el mínimo escolar al que todos los alumnos tienen derecho, los bienes escolares que escapan a la competencia de la igualdad de oportunidades. La utilidad social de los diplomas también constituye un criterio de justicia, ya que las desigualdades no sólo se producen cuando se distribuyen bienes escolares cuyo valor social varía sensiblemente. En una escuela de masas, esas desigualdades se refuerzan por el hecho de que la escuela “obliga” a los alumnos a trabajar para obtener bienes escolares socialmente inútiles para quienes los poseen, tanto porque no tienen “valor de cambio” como porque no tienen “valor de uso”; aquello que se aprendió en la escuela nunca se utiliza fuera de ella. Por lo tanto, una escuela justa debe pues preocuparse de la utilidad social de la formación que propone.
Por último, el desarrollo de la violencia escolar en las escuelas europeas y norteamericanas indica que el modelo meritocrático de la igualdad de oportunidades puede ser vivido como un sistema de una gran crueldad ya que aquél que fracasa sólo puede reprocharse a sí mismo. En este caso, el fracaso se convierte en una humillación personal y social, ya que el principio de la igualdad de oportunidades se complementa fácilmente con la moral de los vencedores. De este modo, la escuela justa debe tratar bien a quienes no tienen éxito y en muchos países, entre los cuales está Francia, se fortalecería la justicia escolar atenuando el efecto de las calificaciones escolares sobre las calificaciones sociales. De la misma manera que es bueno que las desigualdades sociales no afecten demasiado a las desigualdades escolares, sería deseable que las desigualdades escolares no constituyan rentas sociales que a su vez engendren desigualdades sociales excesivas.
El territorio de la escuela. ¿Cuál debe ser el dominio educativo de la escuela? ¿Cuáles deben ser las nuevas fronteras del santuario? En los países fuertemente escolarizados como Francia, la cuestión se plantea de una manera doble. En efecto, uno puede preguntarse si la escuela debe ser una respuesta a todos los problemas sociales y a todos los problemas de formación y si no queda aplastada por la masa de expectativas que a menudo se genera sobre ella. ¿La formación profesional, la prevención de accidentes en las carreteras, el trabajo social, la educación popular, forman parte del rol de la escuela?
Pero, en un sentido opuesto, es obvio que la función de la escuela no puede limitarse exclusivamente a la instrucción, pues, fuera del programa institucional, casi no es posible creer que la transmisión de conocimientos constituya, en sí misma, un proyecto educativo de formación moral de constitución de individuos. Además, se puede condenar permanentemente la mediocridad de los medios de comunicación de masas, la fragilidad de los lazos familiares, la declinación de los movimientos de educación popular, la pérdida de influencia de las iglesias, el retorno de los sectarismos comunitarios... y oponerse a que la escuela se encargue de una función educativa. Por lo tanto, es importante definir el territorio de la escuela con el fin de refundar la legitimidad de una institución que ya no podrá ser lo que fue o que quiso ser y que debe saber qué tipo de sujeto desea formar.
La escuela está implicada en una mutación que nosotros creemos irremediable. Ella procede de la misma modernidad donde durante largo tiempo la educación escolar fue uno de sus vectores más eficaces. Ya no puede ser cuestión de defender un modelo escolar cuyos fundamentos se han agotado: declinación de las legitimidades sagradas, profesionalización creciente, apertura de los santuarios, reconocimiento de la singularidad y derechos de los individuos... Pero esta mutación no es simplemente una crisis provocada por la agresión liberal que viene de afuera y que suscita una resistencia en nombre del modelo antiguo, es decir, el del programa institucional. Contra la respuesta liberal, cuya fuerza se basa en la evidencia de las cosas, esta “salida por arriba” exige una gran capacidad política y, en muchos países, esto es lo que más falta si se tiene en cuenta que la construcción de los sistemas escolares siempre fue el “triunfo de la voluntad”.




[1] Extracto de la conferencia inaugural del Seminario Internacional sobre “Gobernabilidad de los sistemas educativos en América Latina” organizado por el IIPE -UNESCO en Buenos Aires, 24 y 25 de noviembre de 2003, traducción Emilio Tenti Fanfani.
[2] F. Dubet, 2002, Le déclin de l’institution, Paris, Ed du Seuil.

[3] OECD, 2001, Knowledge and skills for life, first result from Pisa 2000, Paris, OECD ; Choice of assessment tasks and the relative standing of countries in Pisa 2000,a first analysis, Paris, OECD.           
[4] Aquí retomo las proposiciones de Pablo Gentili en una entrevista dada a la revista chilena Docencia en mayo 2003.
[5] En un sistema burocrático como el francés, hay, al mismo tiempo, poca autonomía de los profesionales y una débil capacidad de control del centro que privilegia el control de las normas sobre la medida de los resultados.


Bourdieu, P. y L. Wacquant. UNA INVITACIÓN A LA SOCIOLOGÍA REFLEXIVA

http://www.bsolot.info/wp-content/uploads/2011/02/Bourdieu_Pierre_y_Wacquant_Loic-Una_invitacion_a_la_sociologia_reflexiva.pdf

jueves, 14 de agosto de 2014

Dubet, F. (2003) Conferencia en Seminario. Mutaciones Institucionales y/o Neoliberalismo

¿MUTACIONES INSTITUCIONALES Y/O NEOLIBERALISMO?[1]
François Dubet

Durante los años setenta, para la mayoría de los investigadores, el conjunto de los problemas escolares parecía deberse a  una causa única y más o menos oculta: la dominación de clase de las sociedades capitalistas. Esto no era completamente falso, pero nos ha conducido también a algunas aberraciones tales como la identificación de la cultura escolar con la cultura burguesa, por ejemplo, y a una cierta impotencia, puesto que nada podría cambiarse de la escuela sin cambiar todo en la sociedad. Hoy, si no se toman recaudos, la crítica radical al neoliberalismo puede conducirnos hacia los mismos impasses. Sin dudas el mundo actual está sometido a una ofensiva liberal, pero ella no podría tomarse como la causa única de los problemas actuales de la escuela. En primer lugar, porque esta ofensiva no es la misma en todo el mundo y sobre todo porque la escuela está confrontada con mutaciones y pruebas de naturaleza extremadamente diferentes y sólo algunas de ellas se deben a las políticas neoliberales, mientras que otras se inscriben en una mutación mucho más larga y profunda de la misma institución escolar.
También tenemos interés en no confundir todo y en no colocar todo bajo el reino de un “principio del mal” único, no sólo por razones intelectuales, sino también por razones prácticas y políticas que nos invitan a dominar el cambio más que a resistirse a él de un modo “encantado”. Para recurrir a una vieja imagen extraída de la historia del movimiento obrero, es preciso luchar contra los daños del maquinismo y no contra las máquinas. Es preciso saber qué escuela construir y no defender una escuela idealizada cuyas taras y debilidades habían sido demostradas por la vieja crítica de los años sesenta-setenta. Es por esta razón que yo situaría los problemas engendrados por el neoliberalismo en una evolución más profunda, la que se relaciona con la declinación de una forma escolar canónica de socialización definida como un programa institucional. Aun cuando el mundo es cada vez más abierto no es sin embargo tan homogéneo, y mi exposición se apoyará en primer lugar en el caso francés y europeo y le ruego a mi auditorio perdonar este “localismo” que es, sobre todo, el efecto de mi ignorancia.

1. El programa institucional[2]
La tesis es la siguiente: la ampliación de la empresa de la escuela en la formación de los individuos, la modernidad del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX, asumió una forma escolar y un modelo de socialización que yo caracterizo como un programa institucional. La palabra ‘programa’ debe ser entendida en su sentido informático, el de una estructura estable de la información pero cuyos contenidos pueden variar de manera infinita. Este programa es ampliamente independiente de su contenido cultural y puede ser definido por  cuatro grandes características independientes de las ideologías escolares que se transmiten. De este modo, las escuelas religiosas, las escuelas republicanas francesas o chilenas, como la escuela soviética, han compartido el mismo programa.
1. Valores y principios “fuera del mundo”. Como bien lo mostró Durkheim, la escuela fue “inventada por las sociedades dotadas de una historicidad, es decir, las sociedades capaces de producirse y de transformarse a sí mismas desarrollando un modelo cultural ideal susceptible de sustraer a los niños de la evidencia exclusiva de las cosas, las tradiciones y las costumbres. En este sentido, la escuela siempre está ubicada bajo la empresa de un modelo cultural “fuera del mundo”, como una ciudad ideal. Es evidente que es la Iglesia la madre de este programa en la medida en que ella quiso fabricar cristianos alejados de la cultura profana, banal y utilitaria de las sociedades. Las escuelas republicanas, laicas y nacionales, nacidas entre el siglo XIX y el siglo XX, por lo general combatieron a las escuelas religiosas, pero también ellas se ubicaron en el reino de los principios sagrados, lo que no es lo mismo que religiosos. Lo sagrado era la nación nueva donde construir la ciencia y la razón, y estas escuelas han querido formar ciudadanos de la misma manera que las escuelas religiosas querían formar cristianos. Las escuelas surgidas de los regímenes revolucionarios dedicadas a formar un “hombre nuevo” se han situado en el mismo programa.
Para decirlo de una manera más abstracta, el programa institucional primero fue definido por un conjunto de principios y valores concebidos como sagrados, homogéneos fuera del mundo y que no debían ser justificados. La fe, al igual que la razón, no se discuten en la escuela ubicada bajo el reino de una trascendencia que la sustrae al régimen exclusivo de la utilidad social de los diplomas y del desarrollo económico. La escuela republicana francesa quiso formar ciudadanos, como la escuela chilena quiso formar ciudadanos chilenos, como la escuela americana quiso formar individuos americanos... Que esta escuela moderna haya servido al desarrollo del capitalismo no nos lleva a considerarla como una herramienta al servicio del capitalismo y de la industrialización, mientras que la escuela soviética probablemente haya encarnado la institución más fuertemente sometida al reino de los valores definidos como indiscutibles y “sagrados”.
2. La Vocación. Desde el momento en que el proyecto escolar es concebido como trascendente, los profesionales de la educación deben ser definidos por su vocación más que por su oficio. Aquí también es preciso seguir la comparación con el catolicismo, en el cual el sacerdote es concebido como un mediador entre dios y los hombres, como el que encarna la presencia divina entre los hombres en la medida en que él tiene fe. Si el cura cree, los fieles creerán en su creencia. Lo mismo sucede con el maestro de escuela, que primero debe creer en los valores de la ciencia, de la cultura, de la razón, de la nación, a fin de que los alumnos crean en sus creencias y en sus valores. Durante mucho tiempo la formación de los maestros consistió en confiar más en la fuerza de sus virtudes y de sus convicciones que en la de sus talentos pedagógicos. La vocación reposa sobre un modelo pedagógico implícito, bien iluminado por personalidades intelectuales tan diferentes como Bourdieu, Durkheim, Freud y Parsons: el alumno accede a los valores de la escuela al identificarse con los maestros que encarnan estos valores.
Al definirse por su vocación, el maestro participa de una legitimidad que Weber habría calificado como carismática, ya que su autoridad está basada en principios y valores sagrados. Es preciso respetar al maestro no en tanto que individuo singular, sino en tanto representante de principios superiores. Durante largo tiempo, los profesores y maestros de escuela han sido provistos de una autoridad y de un prestigio que no justificaban ni su cultura ni sus ingresos, sino que se desprendían directamente de la confianza y la creencia en los valores de los que la escuela era portadora.
3. La escuela es un santuario. En la medida en que la escuela se identifica con principios situados “fuera del mundo” y en que sus profesionales sólo rinden cuentas a la institución, ésta debe protegerse de los “desórdenes y pasiones del mundo”. Los programas escolares son antes que nada “escolares” y generalmente los conocimientos más teóricos y abstractos y más “gratuitos” son los más valorizados, mientras que los saberes más inmediatos y socialmente útiles se reservan para los alumnos menos “dotados” y socialmente más desfavorecidos. Los padres son invitados a confiar sus hijos a la escuela sin mezclarse en la vida escolar con el fin de preservar la igualdad de los alumnos.
Durante largo tiempo, en la escuela se separaron los sexos desde el momento del fin de la infancia, y la cultura juvenil no tenía lugar en la institución. Los uniformes acentuaban la ruptura entre el santuario escolar y la sociedad y la mayoría de las escuelas secundarias eran internados. Al igual que en las órdenes Regulares, la disciplina escolar era autónoma y “racional”, con un sistema de castigos y recompensas distintas de las costumbres sociales; la disciplina escolar sólo remite a sí misma.
Durante largo tiempo el modelo republicano francés afirmó el santuario escolar rechazando la presencia de los padres, de los empresarios y de los actores de la sociedad civil. Pero sobre todo, este modelo construyó una ficción pedagógica según la cual la escuela se dirigía más a los alumnos, a sujetos de conocimiento, de saber y de razón y no a niños y adolescentes, sujetos singulares portadores de “pasiones” y particularismos sociales. Antes que nada, la escuela debía instruir, la educación le correspondía a las familias. Sin embargo, es preciso subrayar que este modelo del santuario escolar tuvo, durante largo tiempo, un alto precio: la exclusión precoz de los alumnos que no aceptaban las reglas y los determinismos escolares en razón de sus talentos o de su nacimiento. El santuario sólo se dirigía a los “creyentes”, a los “herederos” y a los “becarios” particularmente dispuestos a creer. Es por esta razón que la masificación escolar hará explotar al modelo del santuario.
4. La socialización también es una subjetivación. El programa institucional se basa en una creencia fundamental: la socialización, es decir, el sometimiento a una disciplina escolar racional, engendra la autonomía y la libertad de los sujetos. “Rezad y (abêtissez-vouz) y embruteceos, la fe vendrá por añadidura” decía Pascal en el siglo XVII. Cuanto más se someten los alumnos a una disciplina racional y a una cultura universal, más desarrollan su autonomía y su espíritu crítico al interiorizar los principios fundamentales de la fe, de la cultura y de la ciencia. De este modo, durante mucho tiempo el programa institucional ha sido percibido como liberador cuando se basaba en un sistema de creencias y disciplinas. Esta convicción sustenta que el sometimiento de los alumnos a los valores y las reglas del santuario escolar es absolutamente fundamental, ya que está en el corazón de una creencia pedagógica milenaria y paradójica, según la cual la libertad nace del sometimiento a una figura de lo universal. La escuela ha tenido éxito desde el momento en que los alumnos han adquirido un espíritu crítico a condición de que la crítica de las rutinas escolares sea realizada en nombre de los valores fundamentales de la escuela, como bien lo puso en evidencia Bourdieu. Es esta confianza en la socialización liberadora lo que me separa de los análisis foucaultianos de las instituciones, pues yo no creo que estemos en presencia de una simple astucia del poder, sino más bien de un modo histórico de formación del sujeto a través de un “programa” cuya forma ha permanecido estable durante mucho tiempo
Es preciso subrayar algunas ventajas de este modelo. Podemos distinguir tres. La primera es que basa la autoridad de los docentes en valores y principios indiscutibles: de este modo, el maestro dispone de una autoridad que es la de la misma institución. La segunda ventaja se relaciona con el hecho de que la escuela es un santuario, ella posee la capacidad de externalizar sus problemas considerando que la causa de sus dificultades viene de su medio ambiente: desigualdades sociales, fallas de las familias, políticas públicas, capitalismo... La crítica no se orienta hacia la escuela, sino hacia a la sociedad que impide que su funcionamiento se desarrolle plenamente. Tercera ventaja: en la medida en que se apoya en las vocaciones y en los principios compartidos, la institución escolar puede ser una organización relativamente simple, basada en un orden mecánico más que en un orden orgánico, como lo sugería Bernstein. Todas estas virtudes, hoy amenazadas, no deben hacernos olvidar la cara oscura de las instituciones: el peso de las disciplinas, la autoridad y sus abusos, el encierro detrás de las puertas cerradas de los santuarios, el silencio y diversas violencias, incluidas las físicas, padecidas por los alumnos. Hace menos de quince años, los sociólogos y los intelectuales se inclinaban más a criticar a las instituciones que a defenderlas contra las amenazas exteriores, siguiendo así las lecciones de Goffman y de Foucault.

II. La declinación del programa institucional
Antes de preguntarnos por las causas de esta declinación y sobre los problemas que ella plantea, es importante aprehender la envergadura de este cambio. En lo esencial, puede considerarse que la modernidad, ya sea republicana, democrática o revolucionaria, se apropió del programa institucional para convertirlo en la herramienta de sus propios principios.
Pero puede considerarse que desde hace unos treinta años, en Francia y en la mayoría de los países europeos de tradición católica, en todos los casos, esta modernidad se ha vuelto contradictoria con el propio programa institucional. La modernidad ha introducido un virus en las instituciones que las descompone poco a poco.
1. El «desencantamiento del mundo». La institución reposa en una concepción vertical y trascendente de la producción del sentido y del lazo social mediante la religión y lo sagrado laico. Pero las instituciones laicas han abandonado las referencias religiosas mediante la ruptura entre lo privado y lo público, pero sin abandonar la idea de que la vida pública está dirigida por principios trascendentales y que se imponen de un modo vertical: la nación, la Razón, la ciencia.... Más allá del repliegue de lo religioso, que varía fuertemente según las sociedades, el desencantamiento del mundo significa principalmente que esta fabricación del sentido y de los valores mediante una trascendencia postulada ha declinado en beneficio de construcciones locales de valores y acuerdos sociales y políticos. En este sentido, las sociedades modernas, en la medida en que son más democráticas e individua-listas, menos postulan un universo de sentido común que los programas institucionales tienen vocación de socializar. La profecía weberiana acerca de los conflictos de valor y la guerra de los dioses se ha cumplido ampliamente. No es que las sociedades modernas no tengan valores, sino que el fenómeno nuevo y fundamental es el hecho de que estos valores aparecen como mutuamente contradictorios. Por ejemplo, durante mucho tiempo se pensó que la masificación escolar y la democratización eran equivalentes; ahora bien, toda la experiencia reciente muestra que los dos fenómenos están lejos de ser idénticos. De la misma manera, la defensa de la gran cultura y las exigencias de la vida económica y, más ampliamente, de la vida en sociedad, no son equivalentes. En Francia, ya casi nadie puede pensar que la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad se refuerzan mutuamente. En consecuencia, en la mayoría de los países, la cuestión de las finalidades de la escuela se plantea como un problema que debe ser zanjado en el debate político ya que no están prescritas “naturalmente” por los valores de la institución.
Hay un hecho más importante todavía: la legitimidad de la cultura escolar ya no se impone con la misma fuerza en las sociedades donde la cultura de masas, se la juzgue como se la juzgue, debilita el monopolio cultural de la escuela. Hace cincuenta años, para los niños de las clases populares, la cultura escolar era la única que permitía ampliar su horizonte para liberarlos de las rutinas y los encierros de su clase social, de su aldea y de su ciudad. Hoy en día, estos niños escapan directamente de los límites de su propio mundo social gracias a los medios masivos de comunicación. Por supuesto que siempre se podrá condenar la vulgaridad y las tonterías de los medios, pero esto no impide reconocer que ofrecen una verdadera alternativa cultural a la escuela en la medida en que también ofrecen un modo de entrada en un mundo ampliado. La escuela se encuentra entonces en competencia con culturas cuyas capacidades de seducción sobre los niños y adolescentes no son despreciables, y desde hace treinta años los docentes se preguntan cómo domesticar esta cultura que se basa en la rapidez, el zapping y la seducción, principios que contradicen el rigor de los ejercicios escolares.
2. La profesión reemplaza a la vocación. Cuanto más los valores que sustentan a la institución son percibidos como inciertos y contradictorios, menos puede la autoridad basarse en esos valores. A partir de allí, el modelo de la vocación declina. Se espera menos que los docentes encarnen principios fundamentales a que demuestren sus competencias y su eficacia profesional. Más exactamente, la vocación cambia de naturaleza, ella ya no consiste en identificarse con valores fundamentales de un modo “clerical”, sino en realizarse a sí mismo subjetivamente mediante su competencia profesional según el ethos protestante del trabajo. En todas partes, el trabajo docente se volvió más profesional con el alargamiento de la formación pedagógica, el desarrollo del trabajo en equipo, la afirmación de una expertise y de una ciencia pedagógica a través de la didáctica. La escuela deja de ser un orden regular, aun cuando fuera laico, para convertirse en una burocracia profesional.
Este cambio de naturaleza de la vocación implica un desplazamiento de la legitimidad profesional Ya no es suficiente “creer”, es preciso demostrar que se es eficaz y todas las escuelas han conocido fenómenos comparables de extensión de la organización y de división del trabajo. Los especialistas se han multiplicado, los sistemas de evaluación también, ya que es preciso demostrar a las autoridades responsables y a los usuarios que los métodos elegidos son eficaces. Esta evolución se manifiesta en todos los países y no se la podría reducir en forma exclusiva al liberalismo; ella procede también de la laicalización de las instituciones y de la obligación de rendir cuentas a las que se las somete.
3. El fin del santuario. A partir de la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los países industriales ha emprendido una profunda masificación escolar ampliando considerablemente el acceso a la enseñanza secundaria superior. En Francia y los Estados Unidos, a los 20 años de edad, la mitad de los jóvenes todavía está escolarizada. Este cambio cuantitativo ha erosionado progresivamente los muros de los santuarios escolares porque todos estos nuevos alumnos, que no son ni los herederos, ni los “buenos alumnos” de antaño, han acarreado con ellos los problemas de la adolescencia y los problemas sociales de los que hasta entonces la escuela estaba ampliamente protegida. Ni la pobreza ni el desempleo son nuevos, pero su entrada en la escuela por intermedio de los alumnos es una novedad que ha desestabilizado profundamente la vida de las aulas y los establecimientos.
Al mismo tiempo, la producción masiva de diplomas ha cambiado la naturaleza de los “mercados escolares”, los cuales se han vuelto más abiertos y competitivos. Cuando los sistemas escolares producen muchos diplomas, éstos se vuelven indispensables para entrar en la vida activa y los actores necesariamente desarrollan conductas más utilitarias que las que tenían en un período donde la escasez de los diplomas garantizaba su utilidad. Aun en los sistemas de enseñanza públicos, como el de Francia, las formaciones, las orientaciones y los establecimientos entran en juegos de competencia y los gobiernos deben administrar políticas escolares cada vez más complejas desde el momento en que la formación es considerada como una inversión por los Estados, las empresas y los individuos.
Esas instituciones, que antes eran organismos relativamente simples, ya que se descontaba que todos los individuos compartían los modelos y las creencias, hoy son progresivamente reemplazadas por organizaciones cada vez más complejas, cada vez más administradas. Y en casi todos los países su “monitoreo” plantea problemas crecientes, ya que el centralismo y la uniformidad ya no pueden asegurar la regulación de los sistemas.
4. La autonomía del individuo. La creencia fundamental de las instituciones en la disciplina liberadora se ha des-moronado progresivamente con la emergencia de sujetos que, según se postula, preexisten al trabajo de socialización institucional. La escuela republicana ya no sólo recibe alumnos, sino también niños y adolescentes que deben construirse de un modo autónomo y “auténtico” como sujetos de su propia educación. En todas partes la pedagogía del proyecto y del contrato sustituye insensiblemente a las viejas disciplinas de la memorización y la repetición. En un país republicano, jacobino y universalista como lo fue la Francia republicana, se ve surgir el problema de las diferencias entre culturas, religiones, géneros y, de manera paradójica, se espera que la escuela de masas tome en cuenta la singularidad de los individuos.
Al fin de cuentas, el viejo modelo de formación ha sido ampliamente desestabilizado y la relación pedagógica se transforma en un problema porque los marcos ya no son tan estables y porque un gran número de alumnos y estudiantes ya no son, a priori, “creyentes”. Las “órdenes regulares” se transforman en “órdenes seculares” y el trabajo de los docentes y los alumnos es mucho más incierto y difícil. En todas partes los maestros deben construir las reglas de vida y las motivaciones de los alumnos. En todas partes, y de un modo creciente, deben comprometer su personalidad en la medida en que el cumplimiento de roles profesionales ya no es suficiente para ejercer su oficio. El proceso es paralelo para los alumnos que deben motivarse e interesarse más de lo que era necesario en el marco institucional. Y como la masificación no ha cumplido sus promesas de igualdad, como la utilidad de los estudios puede verse amenazada por la inflación de los diplomas, los roles escolares ya no son suficientes para sostener la institución. Los profesores y sus alumnos están implicados en experiencias múltiples y muy alejadas del imaginario construido por el programa institucional en el transcurso de los siglos pasados.

III. ¿Neoliberalismo o cambio endógeno?
1. Un sentimiento de crisis. Esta larga evolución hoy es vivida ampliamente como una crisis por los actores de la escuela, y sobre todo por los docentes. La legitimidad de la escuela y de su cultura se ha derrumbado porque la escuela perdió el carácter sagrado para convertirse en un servicio cuya utilidad se discute en detalle y se mide progresivamente mediante estudios y encuestas nacionales e internacionales. La autoridad escolar choca con problemas nuevos debidos a la “novedad” de ciertos públicos escolares y de la distancia creciente entre la cultura de masas basada en la rapidez, la satisfacción inmediata y el derecho a la autenticidad y la cultura escolar que demanda trabajo, esfuerzo y postergación de resultados y beneficios culturales y sociales. Los docentes a menudo se perciben como empleados a quienes se les quita progresivamente el apoyo de la sociedad. El mismo trabajo se vuelve cada vez más difícil y estresante porque los alumnos ya no son conquistados dado que la escuela no puede desprenderse de los estudiantes que le causan problemas con la misma facilidad con que lo hacían en los tiempos de las instituciones. La empresa de la organización crece y los docentes tienen la impresión de convertirse en piezas de una máquina ciega que los ignora. Todo esto engendra un sentimiento de nostalgia por la escuela del pasado, cuyos defectos son paulatinamente olvidados.
No obstante, en un país como Francia se impone progresivamente entre los docentes la idea de que las dificultades de la escuela provienen de una suerte de “complot” o de proyecto ultraliberal. ¿Cómo se impone esta creencia? Ella consiste en englobar a la educación en el vasto movimiento de mundialización y de este modo asimilar la escuela a la industria, por ejemplo. El hecho de que algunos organismos internacionales demanden una liberalización de la oferta escolar es suficiente como prueba. Esta creencia también se basa en el hecho de que la vieja alianza entre la escuela y la sociedad se ha vuelto más frágil y que, como los efectos desastrosos de las mutaciones económicas se deben a la globalización liberal, se hace creíble pensar que la escuela se ve afectada por el mismo movimiento. Por último, parece que esta creencia reconforta las nostalgias institucionales pues, en este esquema explicativo, la escuela sigue siendo un santuario víctima de su ambiente y de fuerzas hostiles, mientras que sus virtudes permanecen intactas. En el programa institucional, el mal siempre viene de afuera. Por otra parte, la crítica antiultra-liberal jamás se asoció a una crítica endógena de la escuela. En la mayoría de los casos se propone defender a la escuela tal cual es ya que todas sus debilidades y defectos tendrían causas externas.
Evidentemente, habrá que admitir que las mutaciones y las crisis generadas por la globalización liberal no pueden dejar de tener efectos sobre la escuela; no es culpa de la escuela si hay desempleo, no es su culpa si la pobreza se instala en una parte de la población y si la cultura canalizada por los medios de comunicación a menudo parece embrutecedora. Pero estamos obligados a constatar que no en todos los países del mundo se obtienen los mismos resultados escolares y la misma equidad, sin que se siga pensando que los más “liberales” son los que obtienen los resultados menos buenos.[3] Los diversos trabajos acerca del efecto establecimiento reafirman estos resultados internacionales: a igualdad de condiciones, ciertos establecimientos son más eficaces y equitativos que otros.
Aun si pudiera atribuírsele un rol a las políticas ultra liberales, parece difícil ver en ellas la causa única, última y siempre activa de las transformaciones de la escuela que los docentes viven tan cruelmente. Sería más razonable considerar que esta crítica generalizada es la expresión de una crisis profesional y simbólica aguda, tanto más aguda que incluso es probable que la escuela y la modernización con la que se la identificó durante mucho tiempo sean el origen de sus dificultades actuales.
2. Un cambio endógeno. Si uno da crédito a los análisis más clásicos del desencantamiento del mundo, que no son de ayer, la declinación de lo sagrado que fundaba la legitimidad última del programa institucional no es un invento del liberalismo contemporáneo. Esta declinación de lo sagrado no podía sobrevivir frente al fortalecimiento de la crítica y de la autonomía individual que también participaban plenamente del proyecto mismo de la modernidad. ¿Cómo sostener lo sagrado cuando al mismo tiempo se admitía que la realización y la libertad de los individuos para construir la vida que les parece buena constituyen una de las fuerzas motrices de la modernidad, sobre todo cuando la misma escuela se constituyó en agente de esos valores? Hay algo de ingenuo en querer, al mismo tiempo, la autonomía y la libertad de las personas fuera de la escuela y el mantenimiento de lo sagrado únicamente en la escuela. El programa institucional se quedó sin uno de sus fundamentos más sólidos justamente porque el proyecto cultural de la escuela moderna y republicana triunfó ampliamente.
Toda la sociología de la educación de los últimos treinta años nos enseña que las desigualdades sociales siempre juegan un rol determinante en la formación de las desigualdades escolares, pero ella nos enseña también que la escuela misma, mediante sus métodos, sus modos de agrupar a los alumnos, sus maneras de orientarlos y de seleccionarlos juega en este campo un rol no despreciable.

IV. ¿Más allá de un modelo liberal?
1. El neoliberalismo no es una causa, sino una “solución”. El liberalismo no es la causa de las transformaciones de la escuela, pero corre el riesgo de convertirse en una respuesta a los problemas del presente. Cuando un sistema ya no puede ser regulado por la oferta encarnada en el programa institucional, porque vio desaparecer sus fundamentos, es tentador introducir una regulación mediante la demanda y esto es lo que puede calificarse como una respuesta liberal.
En primer lugar es preciso observar que esta solución funciona ampliamente en los hechos. Todos los sistemas escolares tienen una parte de enseñanza privada, aun cuando su financiamiento en gran parte sea público, como en todos los países de Europa. Más aún, las estrategias de elección de los usuarios funcionan también en la enseñanza pública. Esto crea una gran injusticia, ya que una parte de la población privatiza su acceso a la escuela, mientras que los menos favorecidos siguen sometidos a una obligación escolar. La injusticia es doble ya que la oferta de mejor calidad se reserva a los más afortunados, pero sobre todo a los mejor informados, a aquellos que conocen el rol de la escuela y su funcionamiento.
No se puede pedir eternamente a las familias que participen en la escolaridad de sus hijos y al mismo tiempo negarles la capacidad de elegir la escuela que les conviene más. Por esta razón las respuestas liberales se instalan con tanta facilidad. ¿Cómo mantener un principio de no elección escolar en una sociedad donde se permite que los individuos elijan sus estilos de vida, su religión, sus gustos y hasta su sexualidad? ¿Cómo evitar la diversificación de la oferta escolar cuando cada uno reivindica el derecho a que se le re c o n o z c a su propia identidad? Y sin embargo los riesgos de este modelo de gestión utilitarista son importantes para la colectividad: desigualdades sociales, comunitarismo, pérdida de unidad de la cultura escolar, selección precoz... Por lo tanto, es preciso rechazar esta vía. Pero como el liberalismo no es tanto un proyecto sino una respuesta basada en las elecciones utilitarias de los individuos, ya no sólo se trata de estar simple y solamente en contra, sino que es preciso estar en condiciones de refundar un proyecto escolar que vaya más allá del debilitado programa institucional actualmente vigente. Sin embargo, este no es el camino que re c o rre la crítica anti-sistema. En efecto, se ha creado una suerte de conservadurismo radical que consiste en criticar el sistema pero rechazando al mismo tiempo cualquier cambio, aun local, con el pretexto de no abrir la vía al ciclón liberal.
2. ¿Qué es lo que está en juego?[4] La declinación del programa institucional no puede pues desembocar en una simple resistencia de la escuela. Más exactamente, si se quiere defender a la escuela y sus valores de igualdad, liberación, cultura e integración social contra la amenaza de un utilitarismo generalizado, es preciso estar en condiciones de proponer una alternativa, la de una escuela más justa, más eficaz y más respetuosa de los individuos. Con este propósito pueden distinguirse dos tipos de cuestiones: aquéllas que son internas a la escuela y aquéllas que están en su exterior y definen sus relaciones con el ambiente social. Estas cuestiones se proponen aquí a modo de ilustración en la medida en que dependen estrechamente de contextos políticos nacionales.
a) En el caso de Francia parecen dibujarse tres cuestiones internas a la escuela.
Autonomía de los actores y control central: el rol de la evaluación. En la escuela de masas y en una sociedad compleja y diversificada, el modelo institucional de una escuela centralizada, homogénea, organizada por un conjunto de normas precisas que van del centro a la periferia, ya no es posible, salvo que se convierta a este marco en un decorado simbólico de la unidad nacional. Por lo tanto, es preciso que los actores de base, los establecimientos, dispongan de un margen de autonomía y posean la capacidad de adaptarse a las necesidades y demandas de sus alumnos. Dicho de otro modo, sabemos que los sistemas más equitativos y los más eficaces son aquellos que asocian la autonomía de los establecimientos con una fuerte capacidad de gestión, de control y de monitoreo desde un “centro”.[5] La gestión burocrática del programa institucional debe ser reemplazada por un sistema de evaluación y de corrección continua de las políticas y de las prácticas en función de los resultados. En este caso, la cuestión central se convierte en el control y la naturaleza de esta evaluación con el fin de evitar que el respeto de los instrumentos de medición se convierta en el objetivo de la educación. En este campo habría que proponer dos principios. En primer lugar, la evaluación de los logros de los sistemas y de los establecimientos deberían comprometer a los profesionales, a los usuarios y a los expertos. Luego, los criterios de evaluación deberían ser múltiples y contradictorios entre sí y no podrían reducirse únicamente a la medición de los aprendizajes y conocimientos ya que el bienestar de los alumnos y sus competencias sociales deberían ser criterios igualmente importantes de evaluación en una escuela democrática.
La cuestión de la cultura común es esencial ya que la escuela sigue siendo una herramienta de integración social capaz de darle a todos los niños las competencias y los conocimientos a los que tienen derecho, a fin de convertirse en ciudadanos activos e individuos autónomos. Esta cultura común no solamente debe ser redefinida en un gran número de sociedades afectadas por mutaciones culturales, económicas y sociales considerables, sino que, sobre todo, debe seguir siendo un objetivo fundamental de la escuela en un momento en el que la preocupación por la formación de las élites y la presión por adaptar las formaciones a las necesidades de la economía amenazan con alejarnos de esta ambición.
Fuera del programa institucional, el oficio del docente cambia profundamente de naturaleza y en muchos casos estos cambios son percibidos como una caída, como el compromiso con una actividad cada vez más pesada y al mismo tiempo menos reconocida. En Francia, por ejemplo, muchos docentes sienten que tienen que asumir una actividad para la cual no han sido formados y en la que son mal pagados. En la medida en que, a corto plazo, no podremos cambiar a los alumnos, ni a sus familias ni al ambiente cultural y social, es preciso tener la capacidad necesaria para redefinir el oficio docente y hacer que éste se presente como más fácil y deseable. También es importante considerar a los docentes como profesionales que deben ser ayudados y apoyados en un oficio que ya no está protegido por los marcos institucionales y sagrados de la institución.
b) Las cuestiones externas son las importantes pues tienen que ver con las propias finalidades de la escuela y su lugar en la sociedad.
¿A quién pertenece la escuela? Cuando la legitimidad de la escuela ya no es “sagrada”, tiene que ser democrática. Esto plantea un interrogante bien simple: ¿a quién le pertenece la escuela? Ella no puede pertenecer a los grupos privados de interés, ni a los usuarios, ni a los profesionales de la educación, ni a las fundaciones. Aun cuando la gestión pueda delegarse, la escuela, antes que nada y nos guste o no, pertenece a la nación y a sus representantes democráticamente elegidos. Lo cual no quiere decir que la escuela sea un asunto exclusivo de los funcionarios, sino que las reglas de funcionamiento, los objetivos perseguidos, la definición de los programas, la formación de los docentes y lo esencial del financiamiento le competen al poder político. Además, la legitimidad democrática de la institución no sólo concierne al centro o a la cúspide del sistema. Ella exige que cada establecimiento también se construya como un espacio más o menos democrático en el cual los padres, los alumnos y los docentes compartan una civilidad común, un conjunto de derechos y deberes. Lo que la respuesta liberal tiene como inaceptable es que estos bienes de libertad están muy desigualmente repartidos según las categorías sociales, que la libertad es un privilegio de los privilegiados, mientras que los más desposeídos están condenados a tomar la escuela tal como es.
¿Cuáles son las desigualdades justas? El gran modelo de la justicia escolar es el de la igualdad de oportunidades y este ideal sigue siendo de gran actualidad en los países donde muchos niños todavía no tienen escuela. Sobre todo, el principio de igualdad de oportunidades supone que la oferta escolar sea relativamente homogénea a fin de que la escuela no trate mejor a aquellos que ya tienen más recursos y capitales, como es frecuentemente el caso, incluso en aquellos países que, en el marco formal de una igualdad de oportunidades, garantizan la gratuidad escolar y las ayudas específicas a los menos favorecidos. Pero aun en este contexto, y suponiendo su realización plena, la escuela sigue produciendo desigualdades ante las cuales uno puede preguntarse hasta qué punto son justas. Por lo tanto, es importante definir el mínimo escolar al que todos los alumnos tienen derecho, los bienes escolares que escapan a la competencia de la igualdad de oportunidades. La utilidad social de los diplomas también constituye un criterio de justicia, ya que las desigualdades no sólo se producen cuando se distribuyen bienes escolares cuyo valor social varía sensiblemente. En una escuela de masas, esas desigualdades se refuerzan por el hecho de que la escuela “obliga” a los alumnos a trabajar para obtener bienes escolares socialmente inútiles para quienes los poseen, tanto porque no tienen “valor de cambio” como porque no tienen “valor de uso”; aquello que se aprendió en la escuela nunca se utiliza fuera de ella. Por lo tanto, una escuela justa debe pues preocuparse de la utilidad social de la formación que propone.
Por último, el desarrollo de la violencia escolar en las escuelas europeas y norteamericanas indica que el modelo meritocrático de la igualdad de oportunidades puede ser vivido como un sistema de una gran crueldad ya que aquél que fracasa sólo puede reprocharse a sí mismo. En este caso, el fracaso se convierte en una humillación personal y social, ya que el principio de la igualdad de oportunidades se complementa fácilmente con la moral de los vencedores. De este modo, la escuela justa debe tratar bien a quienes no tienen éxito y en muchos países, entre los cuales está Francia, se fortalecería la justicia escolar atenuando el efecto de las calificaciones escolares sobre las calificaciones sociales. De la misma manera que es bueno que las desigualdades sociales no afecten demasiado a las desigualdades escolares, sería deseable que las desigualdades escolares no constituyan rentas sociales que a su vez engendren desigualdades sociales excesivas.
El territorio de la escuela. ¿Cuál debe ser el dominio educativo de la escuela? ¿Cuáles deben ser las nuevas fronteras del santuario? En los países fuertemente escolarizados como Francia, la cuestión se plantea de una manera doble. En efecto, uno puede preguntarse si la escuela debe ser una respuesta a todos los problemas sociales y a todos los problemas de formación y si no queda aplastada por la masa de expectativas que a menudo se genera sobre ella. ¿La formación profesional, la prevención de accidentes en las carreteras, el trabajo social, la educación popular, forman parte del rol de la escuela?
Pero, en un sentido opuesto, es obvio que la función de la escuela no puede limitarse exclusivamente a la instrucción, pues, fuera del programa institucional, casi no es posible creer que la transmisión de conocimientos constituya, en sí misma, un proyecto educativo de formación moral de constitución de individuos. Además, se puede condenar permanentemente la mediocridad de los medios de comunicación de masas, la fragilidad de los lazos familiares, la declinación de los movimientos de educación popular, la pérdida de influencia de las iglesias, el retorno de los sectarismos comunitarios... y oponerse a que la escuela se encargue de una función educativa. Por lo tanto, es importante definir el territorio de la escuela con el fin de refundar la legitimidad de una institución que ya no podrá ser lo que fue o que quiso ser y que debe saber qué tipo de sujeto desea formar.
La escuela está implicada en una mutación que nosotros creemos irremediable. Ella procede de la misma modernidad donde durante largo tiempo la educación escolar fue uno de sus vectores más eficaces. Ya no puede ser cuestión de defender un modelo escolar cuyos fundamentos se han agotado: declinación de las legitimidades sagradas, profesionalización creciente, apertura de los santuarios, reconocimiento de la singularidad y derechos de los individuos... Pero esta mutación no es simplemente una crisis provocada por la agresión liberal que viene de afuera y que suscita una resistencia en nombre del modelo antiguo, es decir, el del programa institucional. Contra la respuesta liberal, cuya fuerza se basa en la evidencia de las cosas, esta “salida por arriba” exige una gran capacidad política y, en muchos países, esto es lo que más falta si se tiene en cuenta que la construcción de los sistemas escolares siempre fue el “triunfo de la voluntad”.



[1] Extracto de la conferencia inaugural del Seminario Internacional sobre “Gobernabilidad de los sistemas educativos en América Latina” organizado por el IIPE -UNESCO en Buenos Aires, 24 y 25 de noviembre de 2003, traducción Emilio Tenti Fanfani.
[2] F. Dubet, 2002, Le déclin de l’institution, Paris, Ed du Seuil.

[3] OECD, 2001, Knowledge and skills for life, first result from Pisa 2000, Paris, OECD ; Choice of assessment tasks and the relative standing of countries in Pisa 2000,a first analysis, Paris, OECD.           
[4] Aquí retomo las proposiciones de Pablo Gentili en una entrevista dada a la revista chilena Docencia en mayo 2003.
[5] En un sistema burocrático como el francés, hay, al mismo tiempo, poca autonomía de los profesionales y una débil capacidad de control del centro que privilegia el control de las normas sobre la medida de los resultados.